Nadie en Bérgamo se atreve a poner nombre a la razón por la que el Atalanta llega al momento cumbre de su historia sin su goleador Champions: Josip Ilicic. No estará en Lisboa ante el PSG y la culpa no es de un dolor físico, sino de una profunda herida que intenta curar refugiado en los bosques de su país, Eslovenia. El gigante que catapultó al equipo a los cuartos de final fulminando al Valencia con cuatro goles se ha desdibujado en cuatro meses.
Su último partido fue el 11 de julio ante la Juventus. Para entonces ya era una sombra que en Bérgamo no podían volver a colorear. Ilicic estaba librando su propia batalla.
«Nosotros también estamos con vosotros, que sois nuestros ángeles, para ganar el partido más importante», escribía en redes después de donar el balón de su hazaña en Mestalla a la subasta organizada por un hospital. En aquel momento, era el héroe del equipo revelación de Europa, con cinco goles en unos octavos de final atípicos. La oportunidad de seguir asombrado al fútbol continental se la aplazó una pandemia que cogió a los de Bérgamo en el epicentro y afectó al vestuario física -Gasperini confesó haber viajado a Valencia con Covid- y mentalmente. Vivieron en un escenario apocalíptico.
Cuando Ilicic regresó al césped lo hizo con cinco kilos menos y el fútbol y la mente cortocircuitados. Su burbuja de futbolista la rompieron las sirenas y el desfile de ataúdes y afloraron la tristeza, la preocupación y el miedo. Sentimientos que el delantero conoce bien desde 2018.
Huérfano de padre desde los nueve meses, huyó de Bosnia con su madre y su hermano en plena Guerra de los Balcanes para instalarse en Eslovenia, donde comenzó a jugar al fútbol hasta que del Maribor lo fichó en 2010 el Palermo. Después firmaría por la Fiorentina, donde jugó tres temporadas hasta recalar en la 17/18 en el Atalanta.
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