Creada en 1956, la Copa de Europa no sufrió interrupciones por las Guerras Mundiales que detuvieron los Juegos Olímpicos o el Mundial de fútbol. Era un torneo del nuevo orden, de la Guerra Fría, diseñado por una UEFA que no escapó a las tensiones de la época, a conflictos territoriales posteriores, como la guerra de los Balcanes, y hasta a los estallidos de violencia que provocaron la suspensión de los clubes ingleses. Jamás, sin embargo, interrumpió el funcionamiento de su torneo franquicia por una amenaza global. El Covid-19 era la primera, pero el organismo se adaptó para diseñar una Champions propia de tiempos de guerra, con otro formato y sus protagonistas metidos en un búnker. Todos menos los espectadores.
Lisboa fue el lugar elegido por el menor impacto de la pandemia en Portugal, aunque hace un mes hubo confinamientos de barrios en la capital lusa debido a rebrotes. Nadie está a salvo, pero el fútbol que es también industria, no así el aficionado, continúa, incluso pese a positivos en varios equipos, los dos últimos en uno de los contendientes, el Atlético de Madrid. La final a ocho, a partido único desde los cuartos y sin público, abre el abanico de posibilidades, porque las circunstancias pesan tanto como el estado de forma. Como sucedió en las ligas domésticas, puede que no venza el mejor, sino el que mejor se adapte.
Hablar de favoritos es, pues, más difícil que nunca. Entre los ocho equipos, únicamente dos campeones del torneo (Bayern y Barcelona), sin el vencedor de la pasada edición (Liverpool), ni el club récord de la Champions (Real Madrid). El Bayern llega con su heráldica e impronta, pero, pese a su tradición europea y a tener al mejor artillero del torneo, Lewandowski, las referencias obtenidas en la Bundesliga hay que tomarlas con mesura. El Barça es Messi, que no es poco, pero no es lo que era antes.